viernes, 19 de julio de 2013

Juan y la Estación de Sueños

Con Malena trabajamos juntos, pero apenas sabía de su interés por los mundos fantásticos cuando la invitamos a introducirnos a la Estación de Sueños con un texto. Resulta que su abuelo, un contador que debió ser dibujante, le narraba cuando era chica la historia de un tren en el que pasaban cosas raras. Ese relato hoy nos lleva al próximo tiempo, el del Día del Niño en la UNGS, además de hacernos pensar en las vías que se conectan con el paso de los años, en el inoxidable recuerdo de una nena, la noble imagen de un abuelo y el eterno sueño de mejorar el mundo que, descubrimos, está a un cerrar y abrir de ojos.
Por Malena Baños Pozzati
Con dos dedos de cada mano se pellizcó los pantalones a la altura de las rodillas y tiró un poquito para arriba mientras se dejaba caer en el asiento. Así le había enseñado a hacer su madre el día que Juan se puso los largos y empezó a trabajar. Aunque apenas tenía una pelusa de barba, se afeitaba todas las mañanas para estar bien prolijo ante los clientes. Ser un contador era cosa de cuidado, había que tener todo bajo control, empezando por esa tarjeta de presentación de uno mismo que es la propia cara. El tren ya empezaba a bufar. Se enderezó un poco y abrió el cuaderno con los apuntes del día. Había números y fórmulas por todos lados. Buscó su calculadora de bolsillo adentro de la agenda y trató de enfocarse en adelantar trabajo antes de llegar a la oficina.
De a poco la estación Lemos se fue alejando. Aparentemente ahí también habían quedado las ganas de trabajar de Juan, porque en cuestión de minutos cabeceaba descontrolado. Garabateó algunos dibujos en los márgenes, como para volver a despertarse. En pocos trazos aparecieron un lémur, un estegosaurio, un mono aullador y un híbrido de camaleón y serpiente -con sólo dos patitas delanteras y una cola larga que terminaba en cascabel-.
No le costaba dibujar esas criaturas porque todos los fines de semana iba al zoológico y copiaba los animales con plumín y carbonilla, de vez en cuando también se permitía inventar un poco. La diferencia con los modelos que veía era que, a su alrededor, les dibujaba el bosque, la selva, el pantano. En algún momento Juan soltó el lápiz y el mentón le chocó con la clavícula. Ni lo notó, porque se había quedado completamente dormido. Siempre, de un modo u otro, se despertaba a tiempo como si una parte de él se quedara despierta viendo pasar las estaciones. Campo de mayo, Teniende Agneta, Capitán Lozano, Sargento Barrufaldi, Lasalle, Ejército de los Andes... podría recitarlas sentido Lacroze-Lemos o Lemos-Lacroze sin pifiarla una sola vez.
De pronto, como sacudido por un despertador, abrió los ojos y miró por la ventanilla. Barrufaldi. Recién estaba en Barrufaldi. Se hubiera acomodado y vuelto a dormir de no haber sido porque el tren salió disparado como un torpedo. Y se hubiera vuelto a dormir, a pesar de la velocidad, de no haber sido porque la estación siguiente no fue Lasalle, como la lógica más lógica indicaría, sino Martín Coronado. Un absurdo. Tanto que Juan no llegó a procesarlo porque el tren no paró en esa estación, ni tampoco en Lynch, ni Jorge Newberry, ni Campo de Mayo, ni Artigas, que pasaron de un plumazo, mezcladísimas y como si las separaran apenas unos metros. Las estaciones no estaban en orden. ¿Cómo era posible? Algo tan recto, tan musicalmente acomodado por un inglés metódico que tiró las vías ahí y unió Lacroze con Lemos con un lindo y prolijo ángulo obtuso.
Juan se puso de pie, agarrándose de los respaldos mientras en la ventanilla danzaban Arata, Agneta, Artigas riéndose de sus "As" mezcladas como en un cubilete. Pero entonces el tren silbó profundo y paró en seco. Con una gambeta a la fuerza de gravedad, ese día loco quiso que Juan no saliera volando hacia adelante. El joven se quedó parado cuan alto era en medio del pasillo desierto del tren. Recién entonces se daba cuenta de que estaba solo, solísimo en todo ese tren que parecía tener mil vagones. Se acomodó los anteojos y tenía las manos llenas de libretas, carpetitas, cinco calculadoras y no menos de trece lapiceras. Dejó caer todo al piso, no sabía de dónde habían salido esas cosas. En el suelo del tren quedaron tirados varios bocetos de animales durmiendo en la estepa. Juan levantó la vista al escuchar un ruido acompasado y vio a un avestruz que corría hacia él. Aterrado, el joven se cubrió la cabeza con las manos (que volvían a estar llenas de gomas de borrar y frasquitos de tinta china aparecidos como por arte de magia) y cerró los ojos, como hace la gente normal cuando todo se vuelve loco y se intenta desesperadamente despertar.

Pero el avestruz estaba ahí, al lado suyo y picoteaba las pertenencias de Juan que habían caído al piso. Finalmente, se decidió por un lápiz HB 2, lo apretó con fuerza en su boca de pájaro y corrió fuera del tren. Juan se apoyó en la ventanilla, aunque le temblaban tanto las manos que, continuamente, se le caían crayones, sacapuntas y escuadras. La estación era como todas las demás, pero no había nadie y el cartel que la bautizaba estaba en blanco. Decidió que debía tomar control de la situación, como fuera, así que caminó rápido y decidido hasta la puerta.
Bien paradito en el andén, con los pies juntos, una pulcra camisa blanca y pañuelito al cuello, lo esperaba el guarda.
-¡Ayúdeme, señor, por favor, estoy perdido! - gritó Juan devorándose todas las comas.
-Claro, caballero, estoy acá para eso. Dígame, usted ¿cómo se llama?
No supo en qué ayudaría eso, pero respondió en automático. Juan.
-Camine conmigo, le mostraré las instalaciones -lo invitó el hombrecito, que por algún motivo a Juan le hizo acordar a su jefe, aunque no se parecían en nada-. La Estación de los Sueños elige siempre muy bien a sus visitantes, pero debo decir que usted me resulta figurita repetida.
-¿Qué? - atinó a preguntar Juan, que caminaba dócilmente al lado del guarda. Lo miró mejor y, con esa luz del sol que en tres minutos se había movido varios metros hacia el norte, se parecía más a su tío paterno-. Disculpe, ¿y usted quién es?
-Psicólogo -respondió nada más. -Estoy haciendo un trabajo de campo y de paso me gano unos pesos. Tengo un proyecto buenísimo pero no puedo contárselo... el título provisorio es "La interpretación de los sueños".
Juan iba a decirle que eso ya existía, pero prefirió no dedicarle más tiempo al asunto -¿Qué es este lugar?
-La Estación de los sueños. ¿Ya dije muchas veces la palabra "sueños", no? tengo ese problema de repetición de palabras y quiero tenerlo bien pulido cuando empiece a escribir el libro, porque usted sabe que los editores...
Irrespetuoso, pero sin proponérselo, Juan lo hizo callar al alzar una mano. El hombrecito habría pensado que le ofrecía alguno de los veintidós lápices de colores que de la nada aparecieron en la zurda de Juan, así que tomó el violeta y no dijo nada más. Lo que en realidad había dejado sin palabras a Juan (y quería que el efecto contagiara a su locuaz compañero), era lo que veía al otro lado del terraplén que rodeaba esa estación tranquila y soleada. Había otro Juan. Y no otro Juan como los que existen por toda la guía telefónica. Era otro Juan como este Juan. Con su misma espalda ancha, cara angular y anteojos anchos. La diferencia entre un Juan y otro era que el otro Juan estaba encorvado sobre una hoja Canson enorme, gigante, del tamaño de un living de edificio del centro porteño. Y sobre ella dibujaba una oficina vista desde arriba, donde seis hombrecitos escribían a máquina en seis escritorios iguales.
Nuestro Juan se acercó. Estaba nervioso, incómodo, pero también un poco intrigado. Pero un poco, nada más.
-Che, Juan... - se llamó a sí mismo con timidez. El otro Juan giró de pronto, con los anteojos deslizados hacia la punta de la nariz.
-¡Hola, Juan! No te oí llegar, disculpá - se puso de pie limpiándose el pasto y la tinta de los pantalones. Estrecharon las manos con el mismo gesto de silencio incómodo y preguntas que no valía la pena hacer.
El guarda escribía en un cuaderno con tapas de las que salían arañas pequeñas, de colores primarios. Con el lápiz violeta garabateaba mientras los juanes se miraban. Nuestro Juan metió las manos en el bolsillo e hizo un gesto hacia el dibujo -Está bueno, eh. Pero oficinistas... qué tema aburrido.
-¡Aburrido, no me digas! Aburrido estoy de las bestias éstas que hay por todos lados-. Exclamó el otroJuan, indignado. A nuestro Juan no le sorprendió descubrir que, hasta entonces, no había reparado en los animales que corrían por todas partes. -¡Juira, bicho! -le gritó el otro Juan a un flamenco que abría el pico para robarse una cajita llena de témperas.
-Oíme, Juan. No quiero sonar maleducado... pero no sé muy bien por qué estoy acá. Yo estaba yendo para el trabajo y...
-Ah, pero no te quiero retrasar, no. Vos sos el serio de los dos, no quiero jorobarte el itinerario. Es que necesito una mano. Me di cuenta de que hay algo que no sé dibujar. -Murmuró con cierta vergüenza el otro Juan -A vos. A vos no te sé dibujar porque no te veo nunca.
-¿A mí? -preguntó nuestro Juan sorprendido.
-Bueno, o a mí, depende cómo lo veas. ¿No te molesta quedarte un momentito mientras me dibujo... digo, te dibujo? Es un ratito nomás.
Nuestro Juan miró hacia la estación y después asintió -Pero a cambio decime cómo volver. Esto está muy lindo y todo pero... tengo cosas que hacer.
-Hecho.
El otro Juan se recostó sobre su dibujo mientras empezaba a bocetar la cara de nuestrto Juan en el hombrecito sin rostro que había dejado a medio terminar en una esquina de la página. Mientras dibujada rapidísimo, empezó a hablar.
-Bueno, como verás en la estación hay de todo, pero principalmente hay sueños. Obvio ¿no? Pero sueños de esos que no se cumplen nunca, porque son demasiado buenos o demasiado malos, da igual. Porque no pueden ser. Acá están esos sueños que a la mañana ya no te acordás, pero que con el correr del día se van desanudando. También los sueños que, cuando despertás, estás seguro de que los venís soñando hace años, todas las noches, y después te das cuenta que no. Que es la primera vez. O los sueños que te hacen olvidar dónde estás, qué día es. Viste que al final todo se acomoda, menos los sueños, que en general no recordás completos. Bueno, acá quedan guardados, completitos como para un coleccionista. Porque si se pierden estamos fritos... ¿Juan? No te la puedo creer, Juan, te re dormiste.
Salió del sueño de a poco, aunque Fabricio le zamarreaba el hombro con tal fuerza que también se sacudían el escritorio, la silla, la lámpara y la máquina de escribir.
-Juan, te re dormiste - se rió Fabricio mientras volvía a su mesa. Nuestro Juan se incorporó sin saber dónde estaba ni qué día era. A medida que vio aparecer la oficina a su alrededor, todo encastró. Se pasó la mano por la cara, se acomodó los anteojos y miró a su compañero.
-¿Qué hora es?
-De irse -respondió Fabricio mientras se ponía el sobretodo y lo saludaba con una mano. Antes de descolgar la bufanda del perchero, se detuvo. -¿Vos cómo le decís a esos bichos, ñandú o avestruz?
Nuestro Juan, entonces, miró hacia abajo. Entre las hojas llenas de cuentas había un pedazo de papel dibujado a trazo violeta. La imagen de un pajarraco lo miraba estático pero desafiante desde el papel y, en el pico, tenía capturado el lápiz negro. 

Este Día del Niño, el domingo 18 de agosto, en la Universidad Nacional de General Sarmiento (Gutiérrez 1150, Los Polvorines) Tu Tiempo es Hoy va a montar una Estación de Sueños. De la mano de Hernesto Tasmo y la compañía teatral Tutuca, el payaso Carota y su Compañía Torpe S.A, los Súper Pipiolos y las bandas de rock Donde Manda Marinero, Marsupiales y Tierra Fértil, le vamos a devolver los sueños perdidos, olvidados y no cumplidos a chicos y grandes desde las 16. 
¿Cómo entrar? Con tomarte el tren a Lemos no alcanza. Hay que llevar muchos juguetes y alimentos no perecederos para los duendes que ayudan "Manos Abiertas", el comedor "Matías, los Chicos Primero" y la fundación "Aprendiendo a Aprender". Y observarlos a ellos, los chicos, que son los que mejor saben soñar. Hacé como nosotros, que vamos a ir en pijama, batas y pantuflas, para imitarlos con los ojos bien abiertos.

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